La Guerra Que Todos Perdimos

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La locomotora emprendió la marcha mientras los usuarios se agolpaban en los lugares que podían. Los más osados, que preferían esperar debajo, uno a uno trepaban de un salto recordando sus tiempos de juventud e idiotez.

La mujer embarazada —que desfilaba casi a punto de parir— se hacía lugar por el pasillo con un crío sujetado de su cuello, y una niña que, a la par, repartía papeles sobre cada uno de los regazos.

El de la caja de alfajores continuaba ensordeciendo a los pasajeros —que por su culpa perdían el equilibrio— y el vendedor de medias, con voz grave y monótona, ofrecía la marca y el precio, sin colocarle un acento.

También había un malandra de remera amarilla, pantalones deportivos y gorra de color azul, que estiraba el cogote para adivinar el modelo de celular de una joven de ojos verdes y cara de galletona, que viajaba sentada con una bota ortopédica en su pie.

Todo esto sucedía en el mismo momento en que un suertudo —o suertuda— obstaculizaba la puerta, y una señora de cabello azul —seguramente producto de la decoloración de ideas— se ganaba una butaca a razón de codazos y pisotones.

—Una palabra que empiece con “H”... —conjeturó el anciano que junto a su nieta aminoraba el viaje completando la grilla del diario.

—¿Cuántas letras?

—Cinco letras. Vertical.

—Señores pasajeros... —se escuchó decir desde el otro extremo del oxidado vagón—. Ante todo les pido disculpas por robarles un minuto de su tiempo.

Los usuarios del ferrocarril, incluyendo al inspector que picaba boletos, se quedaron esperando la parte que hablaba sobre la limosna. Pero esto nunca sucedió, puesto que el extraño sujeto que tenía un cartel en el pecho, se había puesto a repartir lapiceras a un precio de ganga.

—¿Tenés verde? —preguntó el ochentón.

—Sí. Tengo verde, rojo, azul, negro, dorado y plateado.

—¡Abuelo! —intervino su nieta, zamarreándole el brazo y susurrándole al oído—: ¿Para qué le comprás? Si ya tenemos...

El anciano, sonriendo, guardó disimuladamente su viejo bolígrafo en el bolsillo y, abonando la suma de dos pesos, se hizo con las cinco lapiceras.

Segundos después, cuando el vendedor ya se había retirado hacia el otro vagón, el abuelo se acercó a su nieta y le dijo:

—Vos no conociste a tu tío. Él también peleó en Malvinas.

La Guerra del Atlántico Sur o Guerra de las Malvinas había comenzado el 2 de abril de 1982 mediante un conflicto armado entre Gran Bretaña y Argentina, que disputaban la soberanía de los archipiélagos Georgias y Sándwich del Sur e Islas Malvinas, ocupados por el Reino Unido en el año 1833.

A raíz de este conflicto, el canal público —por entonces llamado “ATC”— emitió el programa “24 horas por Malvinas” con el objetivo de recaudar fondos y ayudar a los jóvenes que pelearían en el Sur, en su mayoría jóvenes colimbas que hacían la conscripción en forma obligatoria.

Una infinidad de ciudadanos, incluyendo famosos y celebridades, enviaron cartas y donaciones que se recibieron en el canal y que luego fueron depositadas en el Banco Municipal pero que nunca llegaron a destino.

Un tiempo después, la guerra concluyó para el 14 de junio de ese mismo año —cuando el cese de hostilidades supuso la devolución de los archipiélagos al Reino Unido— y el costo en vidas humanas arrojó un estimado de novecientos muertos entre argentinos —mayormente— y británicos y civiles isleños.

Desde luego, por el contrario a lo expresado, no existieron razones nobles ni soberanas, sino el afán por ganar simpatías en el concepto equívoco de “patriotismo”, desviando la atención de una sociedad cansada y empobrecida por el 90% de inflación anual, la devaluación del salario real, la generalización del impuesto sobre el valor añadido, la recesión profunda, la desaparición de personas y el disparatado endeudamiento externo y corrupto del gobierno cívico militar en Argentina.

Una idea —por donde se vea— incongruente y aborrecible, aplaudida por un manicomio popular inculto que se dio cita en la Plaza de Mayo para avivar la voz del Teniente General Leopoldo Fortunato Galtieri, ignorando la vida de sus propios hijos y de una generación perdida.

Recuerdos de la patria que duerme en la sombra de los jóvenes colimbas que —arrastrados en tiempos de dictadura— dejaron sus sueños en una guerra sin sentido y que hoy mueren otra vez olvidados en su sepulcro o en su vagar errante, sin ser reconocidos y premiados por su valor y grandeza.

Héroes de carne y hueso; gigantes en un mundo de cartón.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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