Los Que Ya No Duermen

.



Un gato en la heladera. ¿A quién se le ocurre? se pregunta Gómez, un comisario uniformado con casi treinta años de servicio.
Había visto de todo, hasta un chancho que voló por los aires el día que explotó un frigorífico. Mejor ni recordarlo; si el mismo tuvo que abandonar el despacho y ponerse al frente de la cuarentena.
—¿Señor? —consulta el Cabo, hoy seriecito pero hizo carrera como pirata del asfalto; Mostacita lo llaman los vivos del barrio en honor a una pelusa colorada que apenas le cubre la frente. Pobre Cabo: se pasó la noche en el patio con un limpiador que le recomendó la que vende artículos de limpieza, cigarrillos y una hora de Internet a cinco pesos; pero la mezcolanza con detergente, color azul y aroma a lavanda no parece surtir efecto—. Las manchas no salen... Vamos a tener que probar con otra cosa.
—Siga fregando o se lo hago limpiar con la lengua —promete el comisario que rellena crucigramas y moja una porción de pizza dentro de una taza de café. Buena pizza la de la esquina —piensa para sus adentros— aunque bastante aceitosa para su experimentado paladar. ¿Qué más da? Abierto las 24 horas y además: A caballo regalado no se le miran los dientes.
Un ligero vistazo al bidón de agua confirma su teoría; habrá que pedirle a Mostacita que traiga uno del fondo si pretende un café.
Se reincorpora lentamente al tiempo que estira sus pantalones sujetándolos por la costura de los bolsillos. Todavía no sabe si adelgazó o si se le ensancharon las piernas, pero que el pantalón se baja, se baja.
Ahora reclama al Cabo con un chistido que a veces combina con un intento de chiflido, de gran utilidad para llamar la atención tanto de niños como de perros.
Mostacita gira la cabeza y abandona el lampazo, dejándolo calzado sobre un ángulo recto que forman las paredes del patio.
—¿Le alcanzo uno? —esboza sin más. El comisario afirma con la cabeza mientras piensa en lo que podría suceder si el Cabo llegara a pisar los vestigios del último interrogatorio.
—No se vaya a “resfalar” —intenta cuidarlo. Después de todo, es su protegido, y mejor que lo siga siendo; que si llegara a contar lo que vio hace dos años, los dos tendrán que ponerse a picar piedras al costado de una ruta.
Suspira y bufa con desagrado, aunque ya no lo incomodan sus recuerdos, al menos no como antes. El comisario sabe qué hizo y qué no hizo; que cuando uno mete la mano —por mucho guante que ponga— de seguro se salpica.
El último expediente lo tiene a mal traer. El mismísimo intendente se lo dijo en persona: “¡Uno más y lo mando a mudar!” —hombre de pocas pulgas y bolsillos llenos—: “A mí me harán juicio político pero a usté lo mandan al Sur”.
Masculla la bronca y la impotencia —ya ni sabe—, pero por como viene la mano, tendrá que ir armando las valijas; de eso no tiene dudas.
Suena el teléfono y pega un sobresalto, extendiendo la mano hacia el Handy de VHF que luego retira. Con tanta tecnología ya no sabe para donde agarrar —se lo deja en la cintura—. Por lo menos ahora es una sola frecuencia:
—¿Qué pasa? —inquiere con su mayor protocolo.
—Tenemos otro.
—¿Dónde?
—En el sanatorio de la avenida... —se entrecorta la llamada, pero ni se mosquea; ya está al tanto de eso: Un implante mamario al Macho Lecuna que se había ido a atender por una puñalada. Buen informante el Macho pero tendrán que prescindir de sus servicios; y es que el horno no está para bollos —ni pechos—. Si a eso le suman el tránsito o al despistado que dejó caer un piano de medio millón de dólares, al fiscal que confundió la carpeta, al bancario que fue a trabajar un domingo o a los estudiantes que asistieron en vacaciones, y por el mismo precio: Un gato en la heladera. Esto ya no tiene sentido.
—¿Cómo está Lecuna?
—Muy mal, comisario. No quiere salir. Con eso le digo todo.
—¡Y bien que hace! —aprueba con un movimiento seco de su cabeza e intenta despachar la comunicación en la primera de cambio—. Pasen por la pizzería... Díganle que van de mi parte, y vengan volando.
“Reunión en cinco minutos” les dice a sus hombres y se mantiene pensativo, con la vista perdida en una mosca que sobrevuela debajo de un tubo fluorescente. Ahora una ventisca hace flamear las cortinas de la puerta del fondo, que cada tanto le deja ver la triste figura de Mostacita, quien no puede más con su genio y continúa refregando el trapo de piso.
Muy lejos quedan aquellos tiempos cuando se juntaban a ver fútbol, jugar a la lotería o compartir la recaudación. Si tan sólo hubiera una explicación
—una pequeñísima explicación, sólo eso pide y nada más—; algo que tenga sentido, sigue pensando en lo más profundo de sus entrañas.
Al rato cae el grupo de uniformados, manchados de huevo y otras yerbas, que mejor ni preguntar. Uno de ellos acusa un par de lentes oscuros colgando por una de las patillas, con la barba crecida y caminando como un autómata.
—¡Esas no son formas de venir! —le grita al pasar, mientras resuena el Handy que lleva en el cinto. “Las marchas ya no son lo que eran” confirma su primo que va rengueando en fila india y se escabulle hacia la sala de reunión.
Gómez tiene preparado una pantalla con un proyector que parece de juguete —algunos comentan por lo bajo que se lo pidió prestado a su sobrina hace apenas una semana—. Luego emite una tos para capturar la atención de los policías y del agente especial que se acerca a la tela y toma la palabra:
—Este es el cirujano que atendió a Lecuna —señala con un bolígrafo que se posa sobre la proyección de la diapositiva. Los oficiales murmuran.
El policía prosigue, pasando las imágenes en donde se observa a un banquero, a un fiscal, a un grupo de estudiantes, a un oficinista sentado con los ojos abiertos frente a un monitor, un piano y un colectivo hecho añicos, un saché de leche sobre una silla y un gato encerrado en una heladera—. De su dueño ya saben... A priori no ha dicho nada, al igual que los otros.
—¿Y esos son todos?
—¿Todos? —se echa a reír—: Aquí solamente están los de la última semana —confirma el agente mientras el comisario repasa en su cabeza, ignorando la causa de aquel misterio colectivo: Sonámbulos hipnotizados y catatónicos; gente que ya no duerme desde aquel 9 de Agosto del año 2010.
—Mueva el dial, comisario... —interrumpe uno— Mire que ya empieza “Acaricia Mi Ensueño” —y sí: un año; como si fuera poco.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
Facebook!