Desde el Fondo del Mar

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—No... Él no es.

—¿Está segura? —preguntó su madre manteniendo la distancia, a pesar de que apenas tres pulgadas las separaban de hombro a hombro.
La chica se acercó y le susurró al oído casi que con vergüenza:

—Le digo que no, madre. Podría reconocerlo a cinco millas de distancia, y ese hombre no es mi marido.

—Seguramente está conmocionada. ¿Puede dejarnos un minuto a solas?

—Lo siento, señora... —respondió el de la morgue—. Esas son las reglas.

A la mujer, que llevaba un vestido sin vuelo, con un corsé recto y largo, y una falda estrecha que prácticamente le impedía caminar, no le agradó la negativa e intentó sobornarlo con cien libras que sacó del monedero.

—¿Usted tiene esposa? —el sujeto afirmó con nerviosismo—. Muy bien. ¿Por qué no le compra un regalo? Así la deja contenta.

—Me compromete, señora.

—Dele... Sea bueno. Es un minuto, nada más.

El de la morgue asintió con la cabeza y se retiró hacia el pasillo con la misma velocidad que había aceptado el dinero.

—Madre... ¿Qué está haciendo? Le digo que este no es...

—A mí me parece que sí... —interrumpió la dama, que de artera no le faltaba nada—. Y usted mi hijita debería pensarlo mejor, a menos que quiera pasarse los próximos veinte años sin un solo penique.

—¿Y qué pasa si después lo reclaman?

—Nadie lo va a reclamar. Hágame caso.

Su madre tenía razón. Ella misma había comprado el cuerpo de un polizón para que le expidieran un certificado de defunción a nombre de su yerno. De esa manera podría casar a su hija con un señorito inglés.

Un año después, madre e hija caminaban como si estuvieran enganchadas por el pliego del codo de sus brazos, comprando cursilerías en los negocios de la avenida principal.

La joven, quien iba calzada en un vestido de seda con un escote bordado, zapatos, sombrero, sombrilla, y un anillo de compromiso, se acercó a una de las vidrieras de una opulenta confitería en donde —decían— se servía el mejor Té de toda la ciudad.

Entonces una mala pasada le congeló la sangre, cuando el parecido del cantinero le hizo recordar a su esposo muerto en el “RMS Titanic”; un trasatlántico que, al sur de los Grandes Bancos de Terranova, colisionó con un iceberg la noche del 14 de Abril del año 1912.

Había sido construido en Irlanda del Norte en los astilleros de “Harland and Wolf” con el nombre de “Royal Mail Steamship Titanic” o “Buque de Vapor del Correo Real Titanic”.

En su viaje inaugural, partió hacia Nueva York desde Southampton, al Sur de Inglaterra, con más de dos mil doscientas personas a bordo contabilizando entre pasajeros y tripulación.

Fue el segundo de los “Clase Olympic” y el más grande y lujoso hasta ese momento por sus comodidades en primera clase.

Estaba equipado con cuatro ascensores, una sala de recepción, una biblioteca, un gimnasio, una piscina interior, una cancha de Squash, baños con agua fría y caliente, chimeneas, estufas eléctricas y camarotes revestidos en madera color blanco, que incluían costosos muebles y suntuosas decoraciones.

La premisa del Titanic consistía en romper el récord de travesía del Atlántico y destacarse como el barco más rápido para lograr la “Blue Ribbon” o Cinta azul.

Sin ir más lejos las críticas de la época lo consideraban el barco más lujoso y seguro del mundo. Sin embargo al chocar con un iceberg, el casco del buque resultó severamente dañado y fue inundado en sus compartimientos por el mar circundante.

Su hundimiento y la insuficiente cantidad de salvavidas disponibles causaron la muerte de más de mil quinientas personas entre hipotermia y ahogamiento, y sólo un estimado de setecientas —entre pasajeros y miembros de la tripulación— salvaron sus vidas en la que fue una de las catástrofes más terribles en la historia de la navegación.

—No... Él tampoco es —confirmó la joven y continuó caminando a la par de su madre, ignorando entonces que aquel sujeto que atendía la barra había sido su novio, su esposo y su único amor. Aunque de algo podía estar segura:

La felicidad no estaba en otro lugar.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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