En el Fuego de la Memoria

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Volviendo sobre sus pasos, abrió la puerta del monoambiente que rentaba sobre el décimo piso de una torre del bajo porteño, a seis cuadras del trabajo.

Lo había decorado con un pequeño acuario, dos bibliotecas, un gran espejo y una guarda de color que delimitaba las paredes del techo, otorgando el estilo y la amplitud que —al momento de la firma— brillaban por su ausencia.

No tenía una vida sencilla puesto que pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en algo que no le gustaba, y a duras penas lograba costear el alquiler, los impuestos y la suba en las expensas.

Tampoco podía darse el lujo de comprar una cartera o un par de zapatos, ni mucho menos pensar en un viaje de vacaciones.

Aún así era feliz.

Había conocido a su novio un mes atrás —en su actual empleo de moza— y por primera vez en mucho tiempo las cosas parecían tener sentido.

Caminó hasta la mesita de luz y guardó en su bolsillo el libro que había envuelto para regalo. Eran ya las 02:40 p.m. y llevaba unos diez minutos de retraso.

El Albonube —que por entonces nadaba en la iluminada pecera— dibujo un extraño recorrido, y se ocultó detrás de una de las piedras.

De repente la campanilla del teléfono de disco que yacía sobre la repisa, le erizó la piel. Levantó el tubo y saludó en forma interrogativa.

—¡Nena! ¿Cómo estás? —preguntó su amiga—. Me estaba sirviendo un mate y me acordé de vos. Como ya no me llamás, una se preocupa. Pero supongo que debés estar bien —sonrió, del otro lado del teléfono—. ¿No fuiste a trabajar?

—Sí, Lea, pero me olvidé el regalo y tuve que subir a buscarlo.

—Tanto sacrificio por eso y al final... Si seguís así, te van a echar. Esperemos que por lo menos se acuerden y te lleven a comer —expresó la antigua compañera de primaria, a quien no veía desde hacía más de una semana a pesar de que vivían a dos cuadras de distancia.

Entonces una extraña sensación se apoderó de ellas, cuando los libros que reposaban sobre una de las bibliotecas comenzaron a caer y el agua del mate se volcó sobre el mantel, dejando una mancha imborrable en sus memorias.

Nadie podía imaginar que aquel 17 de Marzo de 1992 un atentado terrorista causaría la muerte de 29 personas y 242 heridos, ocasionando destrozos en sus alrededores —entre ellos una iglesia católica y una escuela— y la completa destrucción de la sede de la Embajada de Israel.

Las diversas hipótesis e investigaciones llevadas adelante por el FBI, la Mosad y la Corte Suprema de Justicia —la cual pasó nada menos que por cuatro jueces de instrucción y distintas conformaciones del tribunal— coincidieron en la presencia de una gran cantidad de autopartes dispersas entre los escombros, y de un cráter frente al portón de ingreso, considerado como el posible epicentro de la explosión.

Autoadjudicado entonces por la propia Yihad Islámica y Hezbollah a través de un comunicado y un video, el atentado a la embajada fue sin lugar a dudas el peor ataque contra una misión diplomática en la historia argentina.

Casi veinte años después, el expediente de la causa se encuentra técnicamente prescripto y donde antes se encontraba la embajada hoy se erige la Plaza Embajada de Israel, preservando una porción del muro original con los nombres en una placa recordatoria y dos líneas de árboles de Tilo por cada una de las víctimas.

Especialmente cada 17 de Marzo tomando el horario de las 3 de la tarde, rendimos honor a nuestros familiares y amigos, muertos en el atentado a la embajada de Israel.

Sin embargo, cuando sólo nos queda el llanto y el grito de justicia por los que ya no están, descubrimos en el fuego de la memoria la fórmula perfecta que los devuelve a la vida.

Un ejercicio sincero para tiempos cobardes en donde todo se olvida.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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