El Fabricante de Tijeras

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Los pasos resonaban sobre la acera como un ejército de ranas croando.
Ya no quedaba nadie por allí, a excepción de un grupo de niños y una anciana en pantuflas que entraba y salía de su casa junto a un barrenieve.

La imagen había sido pintada en blanco y negro con el aroma de un cuento de Santa Claus, mientras algunos musgos de color verde se ocultaban entre la nevisca y el oscuro de la Nochebuena, acechados tal vez por la tos y el repiqueteo de los calzados que hacían mella sobre la escarcha.

—¡A la cuenta de tres! —alentó uno de los pequeños, moderando el paso frente a una de las casas, y dio comienzo a una canción de villancicos.

Apenas unos pocos segundos bastaron para que la luz que estaba junto a la puerta de entrada se iluminara por completo, revelando la silueta de un hombre que yacía detrás de las cortinas.
Uno de los niños —que al igual que el resto llevaba puesta una bufanda y un pasamontañas en la cabeza— desafinó en forma preocupante alterando el curso de la melodía en un irritante y estruendoso sonido.
Para entonces el dueño ya había abierto la puerta de su morada y los observaba de pie, evidenciando un espeluznante atisbo de incredulidad.

—Estamos juntando dinero para comprar algunos regalos de Navidad —se defendieron.

—¡Mañana es Navidad! —aclaró otro que parecía ser el líder, con la intención de convencerlo o persuadirlo—. ¿No tiene algo para ayudar?

El propietario se sostuvo la barbilla y respondió:
—Esperen un segundo. Ya vengo... —y yendo hacia el interior, regresó a la entrada portando un abrigo y un violín entre sus gélidas manos.

Los infantes —miembros del improvisado coro— se quedaron pasmados cuando el sujeto se unió a la ronda, dispuesto a interpretar villancicos frente a cada una de las casas.

Su nombre era Albert Einstein y había nacido en Alemania un día como hoy, el 14 de Marzo de 1879.

Adepto al Violín, la física y las matemáticas, decía que la escuela no había captado sus motivaciones y que su tío —Jacob Einstein— lo inspiró gracias a las fabricaciones que se realizaban en el taller de su casa.

En sus comienzos Albert Einstein era un físico desconocido y trabajaba en la Oficina de Patentes de Berna, Suiza, hasta que en 1905 publicó la “Teoría especial de la relatividad” o “Teoría de la relatividad restringida”.

Adquiriendo fama poco a poco dentro de un grupo selecto, comenzó a mezclarse entre sus colegas y dejó la oficina de patentes para convertirse en profesor en ciudades como Berna, Praga y Zurich.

En el año 1914 se trasladó a Berlín con el puesto de investigador en la “Academia Prusiana de Ciencias”, y a partir de entonces se dedicó a investigar los principios de la “Teoría de la Relatividad General”.

Cinco años más tarde, cuando las observaciones británicas de un eclipse solar confirmaron sus predicciones, Einstein fue idolatrado por la prensa y se convirtió en el icono popular de la ciencia; un privilegio de pocos.

Se hizo con el “Premio Nobel de Física” en 1921 por sus exposiciones sobre el efecto fotoeléctrico y sus incontables contribuciones a la física teórica.

Ante el ascenso del nazismo abandonó Alemania y se embarcó hacia los Estados Unidos, impartiendo docencia en el “Instituto de Estudios Avanzados de Princeton”, Nueva Jersey.

Poco antes del año 1940 le escribió al presidente Franklin D. Roosevelt solicitándole un programa especial para el estudio de la destrucción del átomo y la reacción en cadena, acto que repitió en 1945 y por el cual fue ignorado.

Nacionalizado estadounidense y dedicando sus últimos años para integrar en una misma teoría la fuerza gravitatoria y la electromagnética, declinó la propuesta para la presidencia del Estado de Israel en 1952.

Murió el 18 de abril del año 1955 a las 7:55 de la mañana, tras negarse a ser operado de una ruptura en la arteria Aorta.

Su cuerpo fue cremado y sus cenizas se esparcieron en algún lugar desconocido, cumpliendo la voluntad de Albert Einstein de no convertir su lecho de muerte en un espacio de peregrinaje.

Hoy, en tiempos en donde la Era Nuclear nuevamente nos ocupa y preocupa, algunos dejan caer su juicio sobre él —por el flagelo de la bomba atómica—, como quien culpa a un fabricante de tijeras por el mal uso de su filo y la muerte de miles de personas.

Otros sencillamente se preguntan qué habrá sido de la suerte de sus profesores de bachillerato, que alentaron las inquietudes extraescolares de Einstein con el simpático augurio del “Nunca llegarás a nada”.

¡Hombres visionarios, sin duda!

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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