A Escondidas

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No había sido una buena idea ocultarse allí dentro.
Lo supo la primera vez que los vio disfrazados y en pie, portando un candil que paseaban de un lado al otro.
Aquellas vestimentas le provocaban el mayor de los miedos, y de haber sido devoto se habría persignado; que nunca está de más tener un aliado aunque sea por un momento.
El corazón le daba un golpeteo cada tanto, cuando la sombra de una telaraña dibujaba una figura de bienvenida.
Ocus pocus recitaban aquellos en un latín aprendido en algún libro antiquísimo.
Hubiera estado dispuesto a cortarse la lengua con una navaja para no gritar; quién sabe lo que hubiera sucedido si se percataban de su presencia.
Él, un pobre infante que se había colado semanas atrás para resguardarse de la intemperie, de la oscuridad y de los hombres que sobreviven a duras penas y a quienes se les otorga el mote de estar en la mala.
Ya había visto muchos otros así —y los había conocido de toda clase y de toda moral—: políticos, ladrones, vagos, bebedores empedernidos; sangre que toma sangre y carcome el alma ajena.
Su tío pensaba que algún día vendría una guillotina que limpiaría los suelos impuros de gente como esa.
El buen tío —que Dios lo tenga en el cielo y no le deje bajar jamás— sonreía con un dejo de tristeza o tal vez de añoranza por los tiempos pasados.
No habían sido tiempos mejores —a lo sumo eran distintos—, si de hecho se mantenía ocupado, escapando de los garrotazos de la ley por una gallina que había tomado prestada de los corrales vecinos.
Una vez se las vio difícil, con la cabeza gacha ante la mirada de un señor arrugado —Señor de señores—, de esos que dicen lo qué está bien y está mal y luego pasan a cobrar el diezmo por su media docena de burdeles.
Si hubiera podido le hubiera arrojado una gentileza en la cara —ténganlo por seguro— aunque para entonces muy lejos quedaba la preocupación por la corruptela ambulante, con el pensamiento abocado íntegramente a una manta o una bolsa de tela arpillera.
Los viernes y sábados por la noche la suerte parecía echada, y —como si se tratara de una moneda o de un equilibrista que camina por una fina cuerda en las alturas de un circo— su destino seguía sometido a las leyes de la naturaleza, siempre a merced de la buena o mala fortuna, o un viento cambiante que no se deja ver pero que allí está, esperando al acecho de una oportunidad o un descuido, o al fatalismo de quien se resbala con un pan de jabón.
Los domingos nunca fueron de su preocupación —muy por el contrario—; aquellos días fijados por calendario eran presa de algún desahuciado para que calmara sus menesteres saltando de un puente o aventurándose en la oportunidad como polizón dentro de un saco, con rumbo a las Américas.
¿Qué cosa habrá del otro lado? Siempre se preguntaba con la imaginación de un enviado —no quisiera uno saber si del bueno o del malo—; alguien capaz de verlo todo y con claridad, sin necesidad de abrir los ojos o encender una luz.
Su hermano mayor debía estar rapiñando bolsas de patatas o durmiendo en compañía de piojos y garrapatas en la bodega de un barco, y el sólo hecho de pensarlo le hacía picar la nariz, el cuello y la cabeza.
¿Por qué no irme de aquí? Pensaba con los ojos iluminados por un ventiluz mientras observaba a uno de los extraños sujetos que merodeaba por los pasillos, a paso cansino.
El otro ya se había largado hacía apenas unos pocos minutos, luego de escribir en un papel con el pulso de quien viaja a bordo de un barril de olivo haciendo las veces de bote en las aguas turbias de alta mar.
Lo mismo habían hecho anteriormente, perforando con una aguja que ataban de un hilo para luego quemarla en el interior de una estufa.
Ya no parecía una buena idea entrometerse en los planes ajenos, tomándole el vino y mojando los fardos de paja —y mejor no les digo con qué—; de otra forma los sujetos continuarían celebrando el mismo ritual, una y otra vez.
El cuarto Sol de la espera soltaba una nueva fumata que persistía dibujada en un mismo color con forma de escoba invertida —y es que la magia no escatima en ideas—; al menos eso decía su madre.
¿En dónde andará? Subía y bajaba los ojos como quien no quiera la cosa.
De su padre mejor ni hablar. Abuelos no tenía, o al menos no les conocía más que por un retrato que había visto en sus sueños.
En este y en otros pensamientos estaba inmerso el pequeño cuando una cosquilla lo devolvió a la realidad; una caricia similar a la de una pluma o simplemente un arácnido del tamaño de un guante que había descendido desde los vitrales de un destacado florentino.
Del otro lado, los que celebraban la ceremonia, parecían definir la suerte de uno de los monjes —o acaso eso pensaba el jovenzuelo, que había compartido media semana con ellos, escondido entre las sombras, durmiendo en los rincones de un sótano abovedado y de nubes de polvo—.
El comportamiento de los sectarios parecía invocar las leyendas que se tejían entre los corredores de la Europa de siglos pasados; calles y casas cortadas por el filo de mares y ríos, montañas eternas y sociedades secretas de las que se hablaba en voz baja, casi entre susurros.
Así eran estos, los que no se habrían percatado de su existencia de no ser por un movimiento brusco que lo dejó expuesto, de buenas a primeras.
Cerró los ojos y esperó un grito de advertencia; un descubrimiento similar al de un piedra libre que aún se fomenta en las callejuelas, haciendo tronar los empedrados y baldosones, por quien juega a las escondidas.
Esto nunca sucedió, tal vez porque el único que le había visto desde una escueta distancia —un hombre llamado Giuseppe—, se mantenía erguido como si estuviera envuelto en un halo de cristal, abrazado por las alas de un ángel supremo, inanimado e invisible.
—¿Cómo quiere ser llamado? —le preguntaron al elegido que mantenía los ojos puestos en la sombra del fisgón, oculto detrás del ventiluz con una araña en su cabeza. Entonces el cardenal, al no obtener una respuesta, levantó la voz dispuesto a bautizar a Giuseppe Sarto con el nombre de Pío X; un día como hoy, el 4 de Agosto del año 1903.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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