El Sueño de la Legión Infernal

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La clase se desarrollaba mientras un niño somnoliento y regordete de guardapolvo blanco, manchado por dos alfajores de chocolate, ponía las palmas en el pupitre para no estrellarse la cabeza.
—Como ya leyeron en la página anterior... —explicó la maestra—. La noche del jueves, el pueblo se entrevistó con el Virrey para conversar y acordar la realización de un cabildo abierto.
El de mofletes —quien ya no podía soportar el aburrimiento— entrecerró los ojos, mientras el aula se transformaba en una callejuela iluminada por las antorchas y los pasos que hacían crujir las hojas secas del oscuro empedrado.
Uno de los que encabezaba la manifestación, y que parecía vestido con uniforme militar, hizo resonar el pórtico con una de sus manos.
Tamaña disposición produjo que aquel que jugaba a las cartas con el edecán, el brigadier y el fiscal, saliera para atormentarles con un vozarrón articulado por un inconfundible acento español:
—¿Qué demonios queréis?
—¡Queremos el cabildo abierto! ¡Ladrón!
—¡Silencio! ¡Si-len-cio! —les ordenó a los que le abucheaban con insultos y cuestionamientos sobre su autoridad—. ¿Cómo se ostentan a atropellar al representante del Rey?
—¡Escuche la voluntad del pueblo!
—¿El pueblo? —echó a reír—. ¡Yo soy el pueblo!
—¡No señor! La comisión ya lo determinó.
—¿Qué demonios?
—El ejército y el pueblo en armas... —afirmó un orador conocido como Juan José Castelli—. Lo intimamos a cesar sus funciones en el mando.
—¿Pero qué atrevimiento es éste? ¡Estáis locos si creéis que daré un cabildo abierto! —dijo y añadió al verse prisionero por un grupo de disidentes descontrolados—: ¡Ahora soltadme!
En ese mismo momento el militar Rodríguez, que anteriormente llamara a la puerta, levantó el arma y apuntó directo a la cabeza del Virrey Cisneros:
—Tiene cinco minutos.
—¿Qué dice?
—Cinco minutos o me veré obligado.

La educadora se aclaró la voz para capturar la atención de los que —al igual que el morrudo— se quedaban dormidos al escuchar la versión escolar de aquel inmaculado cuento de hadas.
—Al día siguiente... —continuó la maestra, haciendo alusión al Lunes y Martes—. Los vecinos fueron invitados mediante una nota que decía: “El Excelentísimo Cabildo convoca a usted para que se sirva asistir precisamente mañana 22 del corriente a las nueve, sin etiqueta alguna y en clase de vecino, al cabildo abierto que con avenencia del Excelentísimo Sr. Virrey ha acordado celebrar; debiendo manifestar esta esquela a las tropas que guarnecerán las avenidas de esta plaza, para que se le permita pasar libremente.”

—¡”Seño”! —preguntó un alumno—: ¿Puedo ir al baño?
—¡No! ¡Ya fuiste dos veces! —retrucó la mujer y prosiguió con la narración del manual—: Damos vuelta la página y encontramos una imagen ilustrativa... ¡Fíjense cuántos paraguas! También podemos ver a un mulato bonachón con una canasta de empanadas. Si se fijan también verán que al centro se encuentran dos jóvenes entusiastas de apellido French y Beruti que reparten escarapelas colores celeste y blanco.

Al decir esto, la fachada del salón se esfumó bajo el bostezo de la clase convertida ahora en un recinto del siglo diecinueve, en donde se debatía la legitimidad del Virrey ante la ocupación francesa de la vieja España.
—Aquellos españoles que se encuentren en la América deberán ser quienes tomen y reasuman el mando sobre ellas.
—¡Un momento! ¿Qué locura es ésta?
—Ninguna locura. Ya verá como en un tiempo prudencial recaerá en manos de los hijos del país... —y diciendo esto agregó el que también formaba parte de la iglesia—: Y aunque hubiese quedado un solo vocal de la Junta de Sevilla, y este arribara a nuestras playas, le daremos recibimiento con los honores de un soberano.
—¡Por favor! —intervino Castelli—. Los pueblos americanos podemos asumir la soberanía y el libre ejercicio en la instalación del gobierno.
—El Cabildo debe asumir la autoridad —afirmó Ruiz Huidobro, aludiendo a la caducidad del mando de Cisneros.
—Que los de España se preocupen por ellos.
—¡No ofenda al Rey!
—Déjennos a nosotros —arremetió Castelli—: Los pueblos americanos sabemos muy bien lo que queremos.
Un fiscal que estaba presente lo observó con recelo, puesto que representaba los intereses de los españoles más conservadores de la época.
—¡De ninguna manera! —soltó Villota—. La ciudad no tiene ningún derecho a tomar decisiones unilaterales sobre la legitimidad del Virrey ni del consejo de regencia, a menos que haga partícipes del debate a las demás ciudades del Virreinato.
—¿Es una broma?
—¡Ninguna broma! Fíjese que si esto ocurriera, podríamos romper la unidad del país y tendríamos tantas soberanías como pueblos.
Juan José Paso lo contradijo en el segundo aspecto:
—¡Señores! La situación del conflicto en Europa y la posibilidad de que las fuerzas napoleónicas conquisten las colonias americanas, nos convocan y nos exigen una solución urgente... Nosotros somos la “hermana mayor” y por esto debemos tomar la iniciativa de realizar los cambios que sean necesarios.
—¡Que disparate! Debemos tener un acto de grandeza y entregar el mando al Cabildo hasta la realización de una junta con representantes de las demás poblaciones del virreinato —planteó el cura Solá. Saavedra sonrió.
Finalmente los convocados procedieron a la votación entre el bullicio de los allí presentes. Uno de ellos, de estatura baja, voz aguada y apellido Belgrano, sostenía un pañuelo que —la gran mayoría ignoraba— sería el salto y seña para los que esperaban en las afueras del Cabildo.
Este grupo de choque, liderado por Domingo French y Antonio Beruti, se hacía llamar “La Legión Infernal” y controlaba el acceso a la plaza Mayor.
Armados con trabucos, puñales y fusiles, el retrato del Rey Fernando VII en sus sombreros y una cinta blanca en el ojal como símbolo de la unión Criollo Española, French y Beruti repartían distintivos —blancos y rojos— para distinguir a unos de otros y no confundirse, por si se armaba una trifulca.

—El cabildo abierto... —continuó la maestra—. Se prolongó hasta la madrugada cuando se emitió el documento que deponía al Virrey para recaer en el Cabildo en forma provisional, hasta la designación dos días más tarde de una asamblea conformada el 25 de Mayo pero del año 1810.

Aquella Primera Junta sería presidida por Cornelio Saavedra —Jefe de los Patricios que lideraba el sector más conservador—.
Sus Secretarios a su vez serían Juan José Paso y Mariano Moreno
—tal vez los más revolucionarios de entonces— y los seis vocales: Manuel Belgrano, Juan José Castelli —primo de Belgrano y morenista—, Miguel de Azcuénaga —militar y el más viejo de todos—, Manuel Alberti —un sacerdote cercano a Moreno— y en último término Juan Larrea y Domingo Matéu —dos comerciantes y los únicos españoles de la junta—.
Infortunadamente aquel sueño duraría poco, con nuestros —tal vez— mejores próceres abandonados en forma lamentable: Juan José Castelli —enfermo y perdiendo la lengua—, Mariano Moreno —envenenado en un barco inglés— y Manuel Belgrano —designado a luchar en batallas imposibles, deteriorado por todos los males habidos y por haber, y muerto en la absoluta pobreza—.
Desde entonces celebramos el Día de la Revolución de Mayo, para muchos el Día de la Patria, aunque a decir verdad suene curioso que una revolución de carácter independentista —atada a la comercialización probritánica bajo el ala del cónsul inglés en Río de Janeiro Lord Strangford—, jurase lealtad por el Rey Fernando VII con una bandera española flameando hasta el año 1814.

Quizá alguna vez podamos confesar que —a pesar de lo bueno y de lo malo— los argentinos irremediablemente descendemos de los barcos.

©Ernesto Fucile | www.ErnestoFucile.com.ar

 
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